jueves, 18 de noviembre de 2010

Tontas las princesas y más los príncipes...

Eran acantalidos escarchados sobre un mar agridulce lo que la princesa lánguidamente contemplaba desde su ventana. Sus ojos grises se clavaban sobre el sol azulado que luchaba por no ahogarse en las aguas que trataban de mecerlo.

La avioneta que le servía de vía de escape hacia tierras más sureñas andaba deambulante por el patio, aburrida y tratando de matar el tiempo buscando jugosas setas venenosas en las esquinas del torreón. Quince aristas hacían de él el más original, y hortera, de los castillos aledaños.

La princesa repudiaba todo aquello que, amenazante, se desarrollaba al otro lado del océano finito que escudriñaba con ansia... Aquello que amaba lo había acumulado dentro del torreón. Llevaba tiempo sin pasear por los campos que se extendían felices y luminosos desde el acantilado y hacia el interior. Ya ni siquiera bajaba por la escalinata hasta la playa para que sus pies, antes siempre descalzos, disfrutaran de la húmeda y punzante arena de su cala favorita.

Su príncipe azul no paraba de hablar y hablar de sí mismo dentro de la estancia, quejándose de que el sol no saliera de noche y de que el mar hubiera decidido calmarse. También de que su motocicleta no andase sola y de que su música favorita sonara, cada día, más distorsionada. Sobre todo, lamentaba que su princesa no le siguiera agasajando cómo solia ser su costumbre. Entonces nubarrones tormentosos aparecían sobre las cejas de la princesa. Las mismas se enarcaban, eso acarreaba que los labios sel príncipe se tensaran y la tozuda pareja comenzaba a discutir.

Era tal el candor de sus riñas que todo se volvía borroso.

Sin escucharse el uno al otro olvidaban habitualmente que lo que les unía era a su vez su mayor miedo. El amor que se procesaban y que eran incapaces de metabolizar, como para dejarse llevar y romper las barreras que les permitirían dejar sus coronas y reinos para convertirse en simples y eufóricos campesinos.

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